martes, 19 de marzo de 2013

Memorias de un artista: de la animación dibujada a lápiz



Por Tonyo GutzMe

Primera Parte
 
Mi afición por las “caricaturas”, como llamamos a los dibujos animados en México, surgió y se nutrió de los cortometrajes de los años cincuenta exhibidos en las funciones infantiles del Cinelandia y el Avenida. Cines con exclusiva programación de películas para la gente menuda, este último más pequeño e incómodo, y ambos ubicados en las dos primeras calles, de la Torre Latinoamericana hacia el Sur, en San Juan de Letrán  (hoy  Lázaro Cárdenas). Las funciones eran  desde cortos seriados, y en blanco y negro, de Tarzán, Supermán, El Llanero Solitario, los Tres Chiflados y demás, hasta la aparición en la pantalla de los títulos de Tom y Jerry, clásico de clásicos, La Zorra y el Cuervo, Súper Ratón, Koko el Payaso[1]  (que combinaba animación del payaso con filmación “en vivo” de actores). Así como y todas las producciones que han sido el sustento de lo que hoy vemos en cine y televisión y hasta en los “comerciales”.
En esa edad, a partir de los cinco años quizá, me preguntaba cómo hacían para vestir a los actores con los trajes de los “muñequitos”, tan disímiles en estaturas y complexiones  (para mí había algo palpable y cierto en el asunto: los muñequitos eran actores disfrazados) y me era un misterio cómo lograban correr, saltar, ¡volar! y resistir toda suerte de batacazos con esa facilidad “muñequil”  - para  decirlo con uno de mis modismos personales.  De modo que mi arrobamiento iba de un personaje a otro, asombrado por la inverosímil dinámica desarrollada, terminando por sucumbir, llana y simplemente, al encanto de las acciones ocurridas, deleitado con el color de los ambientes y ¡personajes sin sombras!, por  las historias y las expresiones ad hoc para cada emoción, entre jubilosas carcajadas de la concurrencia de pequeñuelos. Todos embrujados por los recursos de la animación llena de ingeniosos toques humorísticos y a veces recurriendo al llamado “humor negro”,  que no es raro en lo cómico para que ocurran cosas a costillas de otros.
Tras la función, de la que salía con el regusto de lo presenciado como actos mágicos a cargo de los adorables “muñequitos/actores disfrazados”, junto con mis padres, de regreso a casa, tomábamos el “Juárez-Loreto” que era la ruta de camiones para Polanco, donde vivíamos, exactamente en la esquina de Arquímedes y Hesíodo, a una cuadra de  la fuente de los “Venaditos” (donde hoy se encuentra la estación del metro con el nombre de la Colonia).[2] En el trayecto de retorno al hogar, me surgían miles de preguntas sobre las experiencias recién vividas cinéfilamente, poniendo en aprietos a mis padres para explicarme cómo eran posibles todas esas acciones que en la vida diaria no pueden ser. Dándome respuestas esforzadas y cariñosas que sencillamente concluían con un “es que son muñequitos”, lo que no me resolvía tantas dudas.
Los momentos vividos en las butacas del Cinelandia y Avenida fueron siempre los puntales de mi felicidad “niñil” (perdón por mis modismos no tan ex-¡a-bruptos!) alimentada visualmente por aquellas funciones. El desfile de personajes fue interminable, desde los creados por Walt Disney para sus cortometrajes, hasta los de la Metro Goldwyn Mayer con su representativo león rugiente. Pero desde mi apreciación personal, los personajes que fueron un paradigma: Tom y Jerry, en cuyos créditos entonces leíamos Ana-Barbéra, omitiendo la pronunciación inglesa de Hanna-Barbera. Años después este pequeño detalle entraría en mi vida de una manera crucial; tal vez había algo de premonitorio en ese gusto particular por los dos personajes que tuvieron para mí una sorpresiva continuidad muchos años adelante.  El caso es que Jerry me pareció mucho más gracioso que Mickey Mouse, quizá por el tinte solemne que a éste, finalmente el propio público, acabó por imponerle mediante las opiniones  que en cartas le enviaban a Disney, quien las tomó muy en cuenta para establecerle esa personalidad un tanto “formal” que desde entonces lo caracterizó. Mientras que Jerry se mantuvo mucho más versátil, picaresco, desmadroso y “natural”, si podemos llamar así a los personajes de fantasía surgidos de la imaginación lúdicamente jocosa de sus creadores.
La atracción por el dibujo, así estimulada, cristalizó de manera definitiva cuando alrededor de esa edad del kinder, no obligatorio entonces, Doña Inesita, mi mami, me enseñó un truco de prestidigitación insólito: usando un papel azul de calcar, hizo pasar un muñequito de un “cuento”, como llamábamos a las historietas, hoy llamadas injustificadamente comics en inglés, ¡a una hoja de cuaderno! (los españoles continúan llamándolas Tebeos, sin sentirse avergonzados). La magia quedó establecida y a partir de entonces me pasaba las horas viendo personajes puestos en papel de cuaderno, liberados de sus cuadros de historieta, hechicería que ya realizaba yo mismo. El siguiente paso natural fue la copia de los dibujos sin intervención del papel de calcar, de modo que muy tempranamente me ocupé de llenar hojas y hojas con personajes de las historietas infantiles, así como de dibujarlos de memoria con gis en la banqueta, frente a mi casa, alternándolos con la “carreterita”  trazada para jugar con los cochecitos de plástico, que acelerábamos vertiginosamente con tres golpes de dedo por turno para conquistar la meta a costa de las rodillas de los pantalones. Juegos de acera con que emulábamos la Carrera Panamericana realizada entonces en México en las carreteras,  en esos años todavía no establecida la competencia en pistas.
Años después, como consecuencia impensada de la afición a los dibujos animados, ya adolescente (allá por el  año 61 del pasado siglo), cuando cursaba la “prepa”, becado en el Instituto Patria original, un compañero de escuela me invitó a ir al primer estudio de animación de Fernando Ruiz, que realizaría más adelante Los Tres Reyes Magos, donde podría aprender y practicar ese arte, y lo que había sido un misterio infantil, devino repentinamente en un conocimiento altamente recreativo: el manejo de la expresión y el movimiento mediante dibujos fijos que, en sucesión a 24 cuadros por segundo, dan justamente esa ilusión de movimiento y vida que tanto me asombraba.


[1] La combinación de dibujos y actores, sine qua non de Koko el payaso –en blanco y negro todavía- se ha realizado desde el comienzo de la animación, a mediados de los años veinte. Walt Disney también combinó animación con filmación en vivo desde sus primeras producciones en blanco y negro. Sin embargo, tuve una experiencia desagradable en torno a este asunto, por los años 80 del siglo pasado, cuando hice la animación de un pterodáctilo de apariencia metálica para un “clip” de Daniela Romo (presentado en el programa de Siempre en domingo) en donde el reptil cruza la pantalla tras la cabeza de la cantante, hoy actriz. Resulta que en la presentación del “clip” los créditos de autoría no fueron para quien esto escribe, sino para quien mandó hacer la animación y que jamás estuvo en el estudio, ni siquiera para ver los bocetos iniciales o para tener una somera idea del aspecto que tendría la animación. Como cereza del común pastelito, el conductor del dichoso programa, con la sonrisa no muy inteligente que lo caracterizaba, declaró: «Esto es algo que nunca antes se había hecho…».  Comentario que, realizado por un “comunicador profesional”,  sólo contribuyó al desconocimiento y la confusión sobre una materia de la que el público no sabe gran cosa. Nada raro en un medio como la televisión que vive de, en y para las mentiras.

[2] Pero para aderezar debidamente la grata velada, redondeábamos el acontecimiento con un agasajo a mitad del trayecto de regreso, porque no había función de caricaturas que no tuviera un momento para recuperar las fuerzas que se habían ido en carcajadas, descendiendo del camión en algún lugar de la calle de Pánuco, lugar hoy ya imposible de ubicar, en donde había una taquería por las cercanías de El Silvayncito (¿existe aún?) en su reinstalación desde el antiguo Sylvain en el Zócalo. En la taquería me zampaba los más deliciosos, crujientes y de rechupete tacos dorados o ‘flautas’ de barbacoa, aderezados con lechuga, queso rallado y abundante crema así como la respectiva salsa verde chorreando por encima y el imprescindible refresco al lado. ¡Banquete de banquetes!  Ya recuperado el aliento y con el estómago complacido a plenitud, tomábamos nuevamente el Juárez y regresábamos a casita a descansar hasta la siguiente risueña jornada de cine.

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