Por
Tonyo GutzMe
Primera Parte
Mi
afición por las “caricaturas”, como llamamos a los dibujos animados en México,
surgió y se nutrió de los cortometrajes de los años cincuenta exhibidos en las
funciones infantiles del Cinelandia y
el Avenida. Cines con exclusiva
programación de películas para la gente menuda, este último más pequeño e
incómodo, y ambos ubicados en las dos primeras calles, de la Torre Latinoamericana hacia el Sur, en
San Juan de Letrán (hoy Lázaro Cárdenas). Las funciones eran desde cortos seriados, y en blanco y negro,
de Tarzán, Supermán, El Llanero Solitario, los Tres Chiflados y demás, hasta la
aparición en la pantalla de los títulos de Tom y Jerry, clásico de clásicos, La
Zorra y el Cuervo, Súper Ratón, Koko el Payaso[1]
(que combinaba animación del payaso con filmación
“en vivo” de actores). Así como y todas las producciones que han sido el
sustento de lo que hoy vemos en cine y televisión y hasta en los “comerciales”.
En
esa edad, a partir de los cinco años quizá, me preguntaba cómo hacían para
vestir a los actores con los trajes de los “muñequitos”, tan disímiles en
estaturas y complexiones (para mí había
algo palpable y cierto en el asunto: los muñequitos eran actores disfrazados) y
me era un misterio cómo lograban correr, saltar, ¡volar! y resistir toda suerte
de batacazos con esa facilidad “muñequil” - para decirlo con uno de mis modismos personales. De modo que mi arrobamiento iba de un
personaje a otro, asombrado por la inverosímil dinámica desarrollada,
terminando por sucumbir, llana y simplemente, al encanto de las acciones
ocurridas, deleitado con el color de los ambientes y ¡personajes sin sombras!,
por las historias y las expresiones ad hoc para cada emoción, entre
jubilosas carcajadas de la concurrencia de pequeñuelos. Todos embrujados por
los recursos de la animación llena de ingeniosos toques humorísticos y a veces
recurriendo al llamado “humor negro”, que no es raro en lo cómico para que ocurran
cosas a costillas de otros.
Tras
la función, de la que salía con el regusto de lo presenciado como actos mágicos
a cargo de los adorables “muñequitos/actores disfrazados”, junto con mis
padres, de regreso a casa, tomábamos el “Juárez-Loreto” que era la ruta de
camiones para Polanco, donde vivíamos, exactamente en la esquina de Arquímedes
y Hesíodo, a una cuadra de la fuente de
los “Venaditos” (donde hoy se encuentra la estación del metro con el nombre de
la Colonia).[2] En el
trayecto de retorno al hogar, me surgían miles de preguntas sobre las
experiencias recién vividas cinéfilamente, poniendo en aprietos a mis padres
para explicarme cómo eran posibles todas esas acciones que en la vida diaria no
pueden ser. Dándome respuestas esforzadas y cariñosas que sencillamente
concluían con un “es que son muñequitos”, lo que no me resolvía tantas dudas.
Los
momentos vividos en las butacas del Cinelandia
y Avenida fueron siempre los puntales
de mi felicidad “niñil” (perdón por mis modismos no tan ex-¡a-bruptos!)
alimentada visualmente por aquellas funciones. El desfile de personajes fue
interminable, desde los creados por Walt Disney para sus cortometrajes, hasta
los de la Metro Goldwyn Mayer con su representativo león rugiente. Pero desde
mi apreciación personal, los personajes que fueron un paradigma: Tom y Jerry, en cuyos créditos entonces
leíamos Ana-Barbéra, omitiendo la pronunciación inglesa de Hanna-Barbera. Años
después este pequeño detalle entraría en mi vida de una manera crucial; tal vez
había algo de premonitorio en ese gusto particular por los dos personajes que
tuvieron para mí una sorpresiva continuidad muchos años adelante. El caso es que Jerry me pareció mucho más
gracioso que Mickey Mouse, quizá por
el tinte solemne que a éste, finalmente el propio público, acabó por imponerle
mediante las opiniones que en cartas le
enviaban a Disney, quien las tomó muy en cuenta para establecerle esa
personalidad un tanto “formal” que desde entonces lo caracterizó. Mientras que
Jerry se mantuvo mucho más versátil, picaresco, desmadroso y “natural”, si
podemos llamar así a los personajes de fantasía surgidos de la imaginación
lúdicamente jocosa de sus creadores.
La
atracción por el dibujo, así estimulada, cristalizó de manera definitiva cuando
alrededor de esa edad del kinder, no
obligatorio entonces, Doña Inesita, mi mami, me enseñó un truco de
prestidigitación insólito: usando un papel azul de calcar, hizo pasar un
muñequito de un “cuento”, como llamábamos a las historietas, hoy llamadas
injustificadamente comics en inglés, ¡a
una hoja de cuaderno! (los españoles continúan llamándolas Tebeos, sin sentirse
avergonzados). La magia quedó establecida y a partir de entonces me pasaba las
horas viendo personajes puestos en papel de cuaderno, liberados de sus cuadros
de historieta, hechicería que ya realizaba yo mismo. El siguiente paso natural
fue la copia de los dibujos sin intervención del papel de calcar, de modo que
muy tempranamente me ocupé de llenar hojas y hojas con personajes de las
historietas infantiles, así como de dibujarlos de memoria con gis en la
banqueta, frente a mi casa, alternándolos con la “carreterita” trazada para jugar con los cochecitos de
plástico, que acelerábamos vertiginosamente con tres golpes de dedo por turno
para conquistar la meta a costa de las rodillas de los pantalones. Juegos de acera
con que emulábamos la Carrera Panamericana realizada entonces en México en las
carreteras, en esos años todavía no
establecida la competencia en pistas.
Años
después, como consecuencia impensada de la afición a los dibujos animados, ya adolescente
(allá por el año 61 del pasado siglo),
cuando cursaba la “prepa”, becado en el Instituto Patria original, un compañero
de escuela me invitó a ir al primer estudio de animación de Fernando Ruiz, que
realizaría más adelante Los Tres Reyes
Magos, donde podría aprender y practicar ese arte, y lo que había sido un
misterio infantil, devino repentinamente en un conocimiento altamente
recreativo: el manejo de la expresión y el movimiento mediante dibujos fijos
que, en sucesión a 24 cuadros por segundo, dan justamente esa ilusión de
movimiento y vida que tanto me asombraba.
[1] La
combinación de dibujos y actores, sine
qua non de Koko el payaso –en blanco y negro todavía- se ha realizado desde
el comienzo de la animación, a mediados de los años veinte. Walt Disney también
combinó animación con filmación en vivo desde sus primeras producciones en
blanco y negro. Sin embargo, tuve una experiencia desagradable en torno a este
asunto, por los años 80 del siglo pasado, cuando hice la animación de un
pterodáctilo de apariencia metálica para un “clip” de Daniela Romo (presentado
en el programa de Siempre en domingo)
en donde el reptil cruza la pantalla tras la cabeza de la cantante, hoy actriz.
Resulta que en la presentación del “clip” los créditos de autoría no fueron
para quien esto escribe, sino para quien mandó hacer la animación y que jamás
estuvo en el estudio, ni siquiera para ver los bocetos iniciales o para tener
una somera idea del aspecto que tendría la animación. Como cereza del común
pastelito, el conductor del dichoso programa, con la sonrisa no muy inteligente
que lo caracterizaba, declaró: «Esto es algo que nunca antes se había
hecho…». Comentario que, realizado por
un “comunicador profesional”, sólo
contribuyó al desconocimiento y la confusión sobre una materia de la que el
público no sabe gran cosa. Nada raro en un medio como la televisión que vive
de, en y para las mentiras.
[2] Pero para aderezar
debidamente la grata velada, redondeábamos el acontecimiento con un agasajo a
mitad del trayecto de regreso, porque no había función de caricaturas que no
tuviera un momento para recuperar las fuerzas que se habían ido en carcajadas,
descendiendo del camión en algún lugar de la calle de Pánuco, lugar hoy ya
imposible de ubicar, en donde había una taquería por las cercanías de El Silvayncito (¿existe aún?) en su reinstalación
desde el antiguo Sylvain en el
Zócalo. En la taquería me zampaba los más deliciosos, crujientes y de rechupete
tacos dorados o ‘flautas’ de barbacoa, aderezados con lechuga, queso rallado y
abundante crema así como la respectiva salsa verde chorreando por encima y el
imprescindible refresco al lado. ¡Banquete de banquetes! Ya recuperado el aliento y con el estómago
complacido a plenitud, tomábamos nuevamente el Juárez y regresábamos a casita a
descansar hasta la siguiente risueña jornada de cine.
Entrevistas como esta, siempre me levantan el animo.
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